Archivos Mensuales: marzo 2010

El intelectualismo socrático

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El intelectualismo socrático

Por: Enrique Rodríguez Trujano

¿Por qué a Sócrates le interesaba tanto el desarrollo de la inteligencia? Porque él estaba convencido de que la vía de acceso a los conocimientos verdaderos era el de la razón. Sócrates suscribe una firme tradición de pensadores que distinguió entre el mundo sensible y el mundo inteligible, entre la realidad y la apariencia. Los sentidos no son un buen camino de investigación para alcanzar conocimientos verdaderos, puesto que nuestras percepciones nos engañan. Por ejemplo, una vara sumergida en el agua parece que está rota; los objetos a la distancia parecen más pequeños. No nos podemos fiar de los sentidos para estudiar la realidad. Las sensaciones siempre son fugaces, cambiantes y necesariamente subjetivas. En cambio, los conocimientos que se pueden alcanzar a través de la razón son permanentes, claros y necesariamente verdaderos. Además, no dependen de una apreciación subjetiva; por el contrario, los conocimientos que establece (¿o descubre?) la razón son objetivos, y en esa medida son universales. Piénsese por ejemplo en las verdades geométricas: un triángulo es una figura de tres lados cuyos ángulos internos suman siempre 180 grados. Se trata, en efecto, de un conocimiento abstracto, pero objetivo y absolutamente verdadero.

En el diálogo Menón Sócrates interroga a un esclavo analfabeta y demuestra a su interlocutor que incluso un esclavo –en tanto ser racional– es capaz de generar conocimientos verdaderos. A través de un largo interrogatorio, Sócrates lleva la mente del esclavo a parir conocimientos y le hace demostrar el teorema de Pitágoras (el cuadrado de la hipotenusa de un triángulo recto es igual a la suma del cuadrado de sus catetos). Ese es pues el mundo verdadero, el mundo aprehendido con la razón, como ya había sugerido el filósofo oscuro, Heráclito. Y esa es precisamente la distinción fundamental entre las personas que viven de acuerdo con un paradigma de ciencia (episteme) y las que viven según las opiniones de la mayoría (doxa).

Ahora bien, concediendo que tal mundo de verdades geométricas, matemáticas y lógicas exista, aún falta por demostrar que también existen las verdades morales. Sócrates creía igualmente que la razón era el medio adecuado para comprender verdades morales cuando se valoran actos de bondad o de justicia. La razón nos lleva a determinar qué acciones son buenas o malas, qué actos son justos o injustos. Por este motivo es importante examinar a cada momento si nuestras acciones son buenas o malas, justas o injustas. Por supuesto, es posible que inicialmente la cuestión no sea tan clara; es posible que sinceramente no sepamos si nuestros actos son buenos o justos. “¿Es justo que escape de la cárcel?”, se pregunta Sócrates. Muy bien: para saberlo, hay que examinarlo. Es preciso andar el camino de la razón y llegar hasta el final del mismo: hasta que sea clara la conclusión de cuáles de mis actos serían justos o injustos. Lo que uno no se debe permitir es obviar este proceso de deliberación. Nada de que “todo es relativo y, por lo tanto, decido lo que me conviene”; eso implica olvidarse de la verdad y hacer un fraude a la razón. Si la gente examinara con cuidado toda cuestión se daría cuenta de que la “relatividad“ de los juicios no son tan insalvables como se cree. Y no lo son porque tenemos una moneda de cambio para aceptar o impugnar los juicios de los demás: la racionalidad.

Así pues, cuando Sócrates dice escuchar su daimon, en realidad está reflexionando consigo mismo. ¿Pero qué significa este diálogo “consigo mismo”? ¿Tiene algún sentido platicar con lo que podríamos denominar sí-mismo? Una cosa parece ser clara: este sí-mismo no es exactamente Sócrates, es algo diferente de Sócrates. Tan diferente que a veces lo censura, lo reprende, le hace saber que está equivocado y lo aparta de realizar conductas que directamente lo beneficiarían (como huir de la cárcel y evitar la muerte). De allí viene el auténtico sentido de diánoia, el intercambio entre dos inteligencias, el diálogo entre el yo y el “sí-mismo”. Y de allí también que Sócrates insista tanto en la importancia de la máxima délfica y principio de la ética filosófica: «conócete a ti mismo».